El era el único cuerdo de la ciudad
que se derrumba cual un castillo de naipes
el único con la verdad bajo su manto
mientras los barrios enloquecían
como en manicomio.
El era el pregonero de los sueños
y de las añoranzas.
Su voz cortaba el aire
no siempre dispuesto
no siempre inteligible
pero abierto
fluido
esperanzador.
El era el loco más cuerdo de la urbe
cosmopolita a veces
náufrago
guardagujas
portador de las nuevas
más añejas del tiempo.
Él sabía como encender las farolas
y a qué hora tocarlas
con sus dedos húmedos.
Él
siervo de la tiniebla y de la luz
caballero de mi ciudad prohibida
cercada
fatigada
confusa
su capa elevándose desde las marejadas
sobre el malecón
su melena como crin de caballo
venida a menos
en un aire de hidalgo insuficiente.
Su ausencia es un vacío en La Habana
—un hueco en el ala izquierda del Castillo—
el espectro de su sombra la nutre cada noche
bajo las piedras amuralladas
visiones
que sólo propicia en la encrucijada de la aurora
a los transeúntes de siempre
y sus fantasmas. |